domingo, 4 de abril de 2010

La edad de la razón: la vida comienza ¿cuándo?

Continúa debatiéndose y apoyándose con mayor entusiasmo y núcleos más extensos el proyecto de ley según el cual los jóvenes mexicanos alcanzarían la mayoría de edad (y con ella la plenitud de sus derechos cívicos) a los dieciocho años.

Es muy importante que el acceso y la participación en la vida colectiva se efectúen más pronto porque ser reconoce un hecho que no podemos seguir ignorando y es que los adolescentes alcanzan ahora, y gracias a los modernos medios de comunicación, un cúmulo de nociones y de noticias que hace unas décadas exigían un plazo mucho mayor para ser asimilado.

Por una parte, pues, se admite en el joven ciudadano una capacidad de discernimiento como para elegir una forma determinada de gobierno y rechazar otras, como para optar por una ideología, como para depositar su confianza en la persona idónea para representarlo. Pero por otra parte se puede formular una pregunta válida: ¿hasta qué punto se le proporcionan a ese joven , que de pronto parece cargado de tantas y tan graves responsabilidades, las ocasiones, los instrumentos, las posibilidades de formarse un criterio independiente en la lectura y discusión de temas políticos y morales; de refinar su gusto estético en la asistencia a espectáculos artísticos; de armonizar coherentemente los conocimientos adquiridos de acuerdo con un orden, dado o inventado pero afín con su estructura interior? En suma, ¿qué oportunidades tiene un joven para evolucionar hasta la madurez?

Veamos cuáles son las condiciones en las que se desenvuelve, normalmente, la vida de un joven mexicano de la clase media, por ejemplo, que es la que está más próxima a nuestra observación y la que puede (a diferencia de los campesinos y los obreros y a semejanza de la aristocracia) merodear y aun irrumpir victoriosamente en el coto cerrado de la cultura.

Los ires y venires de nuestros protagonistas están celosamente vigilados por la mirada de los padres y de los maestros. La madre, cuando arregla con solicitud la incipiente biblioteca, descubre con horror y escándalo el libro prohibido por el Index (El Index ¿todavía existe? No importa. Aunque no existiera seguiría ganando batallas después de muerto como el Cid). Como es natural comunica su descubrimiento al que actúa como cabeza de familia y se decide, en un juicio sumarísimo, condenar al cuerpo del delito a la hoguera y reprender con severidad al delincuente. De allí en adelante la selección de las lecturas la harán personas autorizadas pues de esta manera el joven no corre el riesgo de extraviarse en las tortuosidades de quién sabe qué pensamientos exóticos, de acostumbrarse y quizá admitir cualquier opinión irreverente. Cuando sea mayor, se le promete, hará de su cabeza un mundo si se le pega la gana; pero mientras esté sujeto a la tutela paternal tendrá que obedecer y callar.

¿Cuestión de paciencia? Pues no. Porque resulta que cuando el joven crece y va en busca de esas páginas tan largamente diferidas, encuentra la sorpresa de que el Estado se ha erigido en el guardián de la integridad de su inteligencia. Y que es un funcionario el que decide qué publicaciones extranjeras se decomisan en el puerto o en la estación de ferrocarril o qué productos manufacturados en la nación son susceptibles de ponerse a la venta y cuáles otros han de ser puestos fuera del alcance del público.

La experiencia, a pesar de todo, no es nueva. Ya la ha tenido, desde muy temprano, en otro terreno. Cuando se pintaba bigotes o recurría a cualquier otro artilugio igualmente ingenuo e inverosímil para poder entrar en un cine en el que exhibían una película que la censura había clasificado como exclusiva para adultos. Entra al cine ¿y qué sucede? Que la película salta de una escena a otra con la que no guarda la menor conexión porque entre ambos se interpusieron las tijeras del censor. Siguiendo el método deductivo se concluye que esas escenas mostraban o un desnudo, o una escena erótica, ¡vade retro, Satanás!

Porque el cuerpo, éste que fue el primer regalito de papá y mamá y según todas las cosmologías la primera dádiva de los dioses a los hombres, es objeto pecaminoso que por ningún motivo debe ser contemplado. Los manuales de urbanidad permiten que se dé la cara y la mano pero lo demás está borrado, no existe, es tabú. (Los tabúes sólo se rompen lícitamente en Acapulco y en Semana Santa porque tampoco hay que exagerar en la mortificación de la carne, el desprecio al mundo y la lucha contra el demonio).

Si uno no tiene cuerpo es obvio que nadie le va a indicar para qué sirve no cómo se usa. Que cada quien se las averigüe como pueda en este terreno y cuidadito con recurrir a la pornografía porque también está prohibida.

En cambio, para compensar, se nos instruye con una minuciosidad asombrosa acerca de las técnicas para cometer un robo o para ejecutar un crimen. Cualquier asiduo de la televisión o del cine es un experto en tales asuntos y merece un diploma que así lo proclame. Si no lo tiene es porque nuestra sociedad todavía no es perfecta.

Pero la historia de un ladrón y un asesino siempre nos resulta un poco legendaria. Quisiéramos que se nos propusiera un modelo más accesible, que se nos narrara algo más cotidiano, más semejante a la vida misma. ¿La vida?, ¿ese cuento contado por un idiota que dice Shakespeare?, ¿la vida?, ¿el frenesí, la ilusión calderoniana? De ninguna manera. Esas lucubraciones se reservan a los pedantes y a los inadaptados. La gente buena y sencilla se emociona hasta las lágrimas con las peripecias de l institutriz que se casa con el viudo dueño de un castillo (¡eso le sucede por honrada y olé!), o con la abnegación de la madre que cose ajeno para sostener la educación de sus hijos que, una vez que han ascendido a la cumbre se avergüenzan de ella, se arrepienten y le regalan un radio de transistores aunque, por la vejez, la cabecita blanca esté más sorda que una tapia. En fin.

¿Y los clásicos? Hay que respetarlos, claro. Pero representarlos no porque están plagados de groserías y de indecencias. Abusan de que son clásicos y se mandan. Ni hablar. ¿Y los modernos? Nadie los entiende así que para qué.

El horizonte del joven es –salvo la excepción que confirma la regla –la ignorancia en materia de política, el conformismo en materia de moral, la cursilería en materia de arte. Nunca será un adulto. Desde la cuna a la tumba, pasando por las urnas electorales, siempre habrá otros dispuestos a ser adultos por él.


Castellanos, Rosario. “La edad de la razón: la vida comienza ¿cuándo?” (1º. de febrero de 1969) en Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos. Vol. II, México, CONACULTA, 2005

domingo, 21 de marzo de 2010

La paternidad: oficio de tiempo completo

El muchacho y la muchacha se encuentran, como en las películas, en cualquier parte. Se miran y comprenden, gracias a una súbita iluminación, que están destinados el uno para la otra y el único desenlace posible es el beso que en la ficción pone un punto final a todo y en realidad abre una serie de perspectivas ambiguas a todo también.

El muchacho y la muchacha (que a fin de cuentas no han roto con los tabúes tradicionales sino que los respetan aunque su respeto ya no esté respaldado por la creencia de su validez y en su eficacia) se casan. Ella vestida de blanco, seguida de sus damas y de los pajes que lo único a lo que se dedican es a embrollarlo todo y a no entender nada de lo que ocurre; él vestido de negro, como para un entierro de primera clase (que a fin de cuentas, es lo que es) y con un ramito simbólico de azahar en el ojal de la solapa y ambos se arrodillan en sendos reclinatorios para dar oídos a un emocionado fervorín en el que se advierte respeto a sus respectivas obligaciones y derechos, de un respecto al otro y de los dos en lo que se refiere a ese núcleo que van a constituir: la familia.

Parten raudos al viaje de la luna de miel. Acapulco, porque la imaginación no ayudó mucho como para pensar en ninguna otra parte. Las inevitables escoriaciones por la quemada del sol, la intoxicación con mariscos, las diapositivas para el regocijo posterior de la parentela, etc, etc, etc.

El retorno casi siempre viene acompañado de nauseas de la protagonista. Se siente mal, lo que significa que las cosas marchan perfectamente bien y que ella está lo que se dice “esperando”.

El viejo, cínico, sonríe ante la satisfacción de la pareja. Creen que han satisfecho una necesidad , creen que se han colmado de un placer cuando no han hecho más que servir de instrumento de la única exigencia de la especie: la de perpetuarse.

En el plazo previsto el niño viene al mundo. Dando un vagido como primer signo de su existencia. Un vagido que parece de dolor pero que es sólo la primera inhalación de la atmósfera a la cual la criatura ingresa y en la cual va a vivir.

Después los signos no parecerán de dolor sino serán de dolor: cólicos, hambre, frío, molestias por la humedad de los pañales, etc. Hay que estar atentos, hay que correr ante las solicitudes apremiantes del recién nacido, hay que satisfacerlas y, si es posible, anticiparse a las demandas.

Pero esto no es más que el principio y se supone que quien se dedica a impartir estos cuidados es la madre, provista generosamente por la naturaleza por el instinto de proteger, de preservar, de permitir el crecimiento y la plenitud al germen que sufre el proceso de crecer.

Y, como es de esperarse, crece. Entre berridos, berrinches, caídas, topes contra los muebles, tropezones en cada escalón, etc, el germen crece. Y entonces sucede lo más grave: empieza a adquirir conciencia. A darse cuenta de quién es, de cuál es el mundo que lo rodea y de qué papel desempeñan las personas que están en torno suyo.

Examinemos ahora cuáles son esos papeles: el de la madre es el de cuidado, el de la atención constante, el de la vigilancia de todos los fenómenos biológicos para que se desarrollen de acuerdo con los cánones más estrictos. Y el del padre que consiste en iniciar al niño en los rudimentos de la vida social. En inculcarle las ideas, las creencias, los postulados teóricos, y prácticos que rigen la vida del grupo.

Ahora bien, ambas tareas no son ocasionales, posibles de cumplirse en los ratos perdidos sino que requieren un máximo de atención y de concentración en el asunto.

¿Están en aptitud los padres de satisfacer estos requerimientos? Supongamos (y es una suposición que cada vez encuentra más excepciones) que la madre es exclusivamente madre y que no tiene que desempeñar ningún otro trabajo más que el que le pide el ámbito doméstico. Pero supongamos (y es una suposición lícita, puesto que cada vez se dan más casos en que la circunstancia se produce de otra manera) que la madre es, además de madre, otra cosa. Obrera en una fábrica, empleada en una oficina, maestra en un aula, profesional en un despacho.

¿Qué pasa entonces? Que tiene que partirse en dos. Una parte suya actúa de acuerdo con las exigencias de la maternidad. Otra parte es la encarnación de la eficiencia fabril. Burocrática, pedagógica, profesional.

En el caso del padre lo inconcebible es que no tuviera un trabajo fuera de casa. Lo inconcebible y lo indeseable. Y que ese trabajo no ocupara la casi totalidad de su horizonte. Sólo un pequeño margen se reserva a los incidentes hogareños. Un pequeño margen que la distracción concede a la narradora de las pequeñas anécdotas cotidianas.

¿Quién inicia al niño, entonces, en los ritos de la vida social? Bueno, si la familia es religiosa se supone que el sacerdote. Si la familia es laica se supone que es el maestro.

Pero ocurre que, cada vez con mayor frecuencia, el niño permanece al margen de la convivencia con el grupo porque no encuentra un guía que lo incorpore a esa convivencia. Y ese niño marginado cae en la delincuencia, en la drogadicción, en esa gama de extravíos en la que puede hacer su elección la juventud moderna.

Y entonces sobreviene el crujir de dientes. Las autoridades se alarman por el incremento de las anomalías de la conducta y hacen una apelación, ¿a quién? , a los padres de familia. Les piden que eviten su asistencia a los espectáculos considerados como inmorales. ¿Cómo? ¿Prohibiéndoselos? La prohibición ya la había hecho la autoridad y había sido absolutamente inútil. ¿Acompañándolos en todos sus recorridos callejeros, en todas sus entradas y salidas? En primer lugar habría que disponer, para ello, de tiempo suficiente.

¿Puede invocar el padre, ante sus superiores, esta razón para que le concedan un permiso? “Tengo que ir con mi hijo al cine, para estar seguro de que la película que se exhibe es propia para adolescentes y no correr el riesgo de que sea exclusiva para adultos.” Los superiores lo despedirían sin mayor trámite, por imbécil.

Pero suponiendo que esos superiores lo fueran realmente y no sólo dentro de una jerarquía burocrática, habría que pensar si los jóvenes estarían dispuestos a aceptar esta tutela. Ellos van solos a todas partes. No admiten que la momiza se interponga entre ellos y sus diversiones.

Así que la momiza sigue cumpliendo puntualmente con sus tareas. Y mientras la paradoja llega a sus últimas consecuencias. La familia se desintegra mucho antes de que el Estado cuente con los instrumentos suficientes para sustituirla, para llenar el vacío que deja. ¿Y las víctimas? Desde luego, son todos.

Castellanos, Rosario. “La paternidad: oficio de tiempo completo” (19 de septiembre de 1970) en Mujer de palabras, Volumen II, México, CONACULTA, 2006.

domingo, 7 de marzo de 2010

Carta a los Reyes Magos: el rumor vence a la verdad

Querido Reyes Magos:

¿No es un atrevimiento de mi parte llamarles “queridos” con las venerables barbas que ustedes se gastan? Si lo es, no se debe a una falta de respeto, sino a pobreza de vocabulario. No encontré el tratamiento adecuado para dirigirme a ustedes y eché mano del lugar común, recurso del que suelen hacer uso las personas de mi oficio y que los críticos nos señalan y nos afean pero quien les permite, a su vez, ejercer su oficio respectivo.

Por otra parte, si les escribo esta carta con tal anticipación no es porque yo coma ansias ni porque tenga en cuenta las deficiencias del Correo, Dios me libre, funciona a la perfección –como todo en estas latitudes-, sino por el exceso de correspondencia natural en estas fechas en que toda clase de espíritus cordiales nos presiden.

Aunque no lo haya puesto en el encabezado de mi carta han de saber ustedes que estoy redactándola desde México, lo que antaño fue la región más transparente del aire. Ya no lo es y oficialmente se ha reconocido así, pero el cambio no ha de interpretarse como decadencia o falla, sino al contrario. Significa que hemos entrado en la etapa de la industrialización y, consecuentemente, de la polución. La bruma que ya comienza a envolvernos tiene un prestigio londinense. Las enfermedades de las vías respiratorias que pronto han de aquejarnos son un poco más altas (en todos los sentidos) que los males hídricos que caracterizaban nuestro subdesarrollo.

Pero abandonemos tales disquisiciones y volvamos a nuestro punto inicial de partida: México. ¿Qué ignoran a lo que me estoy refiriendo? No se atrevan a repetir desacato tal porque yo sería la primera en pedir para ustedes, por más Reyes Magos que sean, la aplicación del artículo 33 por extranjeros indeseables.

Además no es posible que no estén enterados de nada respecto de nuestro país, porque últimamente se ha hecho muy notorio, ante la opinión mundial, gracias a una serie de acontecimientos sensacionales ocurridos aquí.

Uno de ellos es, naturalmente, la Olimpiada. Sí, ya me imagino que ustedes, con su edad, no se interesan excesivamente en los deportes y que si bien los caballos fueron protagonistas de muchos episodios trascendentales, tanto como los camélidos (camellos) como los proboscidios (elefantes) estuvieron por completo excluidos de las competencias que no por ello fueron menos brillantes y lúcidas.

Porque, aunque parezca inmodesto decirlo, nos lucimos. Ganamos medallas de oro, plata y bronce. Se pusieron en evidencia ante nuestros ojos nuevos ídolos que aclamar, modelos que seguir, metas que superar. En suma, no sólo pudimos salir airosos del compromiso que habíamos asumido, sino que aún nos queda un ancho margen para el legítimo orgullo y para al satisfecha vanidad.

Paralelamente a ello (y ya puestos en el tren de hacer balance al que tan propensos somos en los últimos días del año) ocurrieron otros hechos que son, precisamente, de los que quería hablar con ustedes.

El origen (si es que ése fue el origen, porque a las alturas en que nos encontramos ya nadie se atreve a afirmar nada de un modo categórico) fue un pleito estudiantil de los que tradicionalmente se sienten obligados a sostener, cada cierto tiempo, las escuelas rivales. Los alumnos se golpearon entre sí con varillas, ladrillos y otros elementos igualmente constructivos. Intervino la policía con el resultado natural de que los alumnos se aliaran con ella. La lucha se mostró pronto desigual y hubo de solicitarse refuerzos ya no únicamente policiacos, sino del ejército. Ante la ocupación de sus planteles los alumnos respondieron con manifestaciones: tumultuosas, estentóreas, ordenadas, silenciosas, impresionantes por alguna de estas características, pero siempre por un número muy elevado.

La Ciudad Universitaria, una especie de Sancta Sanctórum intangible para la fuerza, se convirtió durante algunos días en cuartel y lo mismo otros edificios destinados a la educación superior. Los estudiantes se negaban a reanudar las actividades académicas si antes no se les concedía un pliego petitorio que fuera del contexto emotivo en que fue redactado, me temo que resulte un poco incongruente.

Vino la sagrada tregua impuesta por las Olimpiadas y después una especie de sonambúlica e intermitente vuelta a clases. Pugnaban entre sí dos tendencias: la conciliatoria, que pretendía poner fuera de peligro la autonomía y la libertad de cátedra –que son los pilares fundamentales de la vida universitaria – y la reivindicatoria que contaba y recontaba los muertos, los heridos, los torturados, los perseguidos, los presos.

Aparentemente triunfó la primera tendencia y la segunda fue aniquilada no sin que antes estallaran varias bombas que nos hicieron creer en el advenimiento de la era del terror.

Se elevaron voces: admonitorias, amenazadoras, con temporizadoras, interrogantes. Entre estas últimas sobresalió la de Ricardo Garibay, enérgica y dirigiéndose a quien corresponde para ser informado de los motivos por los que un asunto nimio había alcanzado una magnitud nacional. Muchos otros elaboraron hipótesis: imaginativas, maliciosas, extravagantes, pero ninguna avalada por el visto bueno oficial.

La gente menuda, como yo, se quedo en Babia. Nadie entendió nada y es por eso que, acompañando estas cuartillas con testimonios de buena conducta, me permito solicitarles a ustedes una explicación: ¿Qué ha pasado aquí? ¿O es que aquí no ha pasado nada? ¿Se puede llamar democrático a un régimen en cuya cúspide reina el misterio y en que la verdad es patrimonio de unos cuantos iniciados que cuando hablan es como por enigmas? ¿Puede existir una participación en la vida política, ya no digamos de una mayoría que carece totalmente de formación, sino tampoco de una minoría que carece totalmente de información? Los oráculos alardean de sus conocimientos: saben quiénes son los promotores de la agitación, están al tanto de sus planes y aun tienen calculadas las fechas en que esos planes van a llevarse a cabo. ¿Por qué entonces guardan el secreto? ¿Por qué prefieren que reine y se propague el rumor, la sospecha, la alarma con o sin fundamento?

Ah, y por último, queridos Reyes Magos. Me sería muy útil un diccionario en que se explicara el significado de vocablos que todo el mundo usa hoy y nadie aclara. Como por ejemplo: enemigo de la patria, subvertidores del orden (de la extrema izquierda y de la extrema derecha) y otros semejantes.

No dudo de la atención que se sirvan prestar a mi humilde súplica, quedo, como siempre, su segura servidora.

Excélsior, 4 de enero de 1969

domingo, 21 de febrero de 2010

Hora de la Verdad

Se lo advierto desde ahora con honestidad: no comience usted a relamerse de gusto suponiendo que voy a ponerme a bailar El último Tango en Tel Aviv, sólo porque el encabezado de este artículo deja entrever muchas posibilidades. No. Hay que ser coherentes. Si la naturaleza, a pesar de que tiene horror al vacío, no da saltos, es lícito deducir que el género humano puede cambiar con facilidad todo… excepto sus hábitos. Y el hábito en un escritor (esto es, su manera de expresarse, de repetirse, der ser reconocido e identificado a pesar de que no firme lo que redacta) es lo que se llama estilo.

Mi estilo, ya lo conoce usted, consiste en tomar un hecho a todas luces insignificante y tratar de relacionarlo con una verdad trascendente. Ahora bien, una cosa es tratar y otra muy distinta es conseguir. En esta ocasión usted va a presenciar, paso por paso, el procedimiento. Y le aseguro que el resultado será una sorpresa para ambos.

Ocurre que cuando yo preparaba mi viaje, mi larga ausencia de México, el embajador Joaquín Bernal (de quien recibí tantos y tan útiles consejos) me preguntó qué tanta era mi actitud para manejar la soledad, porque de ella –en este trabajo- iba yo a tener que digerir grandes porciones.

Sin la mínima vacilación le contesté que ese no era ningún problema. Y aunque ya no lo dije, pensé que si en algo podían conferirme un doctorado summa cum laude (con máximas alabanzas) era en tal materia. Me estaba yo juzgando de una manera muy superficial.

Porque a primera vista, los hechos objetivos son muy obvios y tienden, casi sin discrepancia a catalogarme dentro de la clasificación de las criaturas solitarias.

Recapitulemos. Primero, hija única, sin asistencia regular a ninguna escuela o institución infantil en la que me fuera posible crear amistades. Abandonada durante mi adolescencia a los recursos de mi imaginación, la orfandad repentina y total me pareció lógica. Permanecí soltera hasta los treinta y tres años durante los cuales alcancé grados de extremo aislamiento, confinada en un hospital para tuberculosos, sirviendo en un instituto para indígenas.

Luego contraje un matrimonio que era estrictamente monoándrico (con una sola persona) por mi parte y totalmente poligámico (con varias personas a la vez) por la parte contraria. Tuve tres hijos, de los cuales murieron los dos primeros. Recibí el acta de mi divorcio (cuyos trámites se habían iniciado con la debida anticipación) ya en mi casa de Tel Aviv.

Añada usted a todo ello que soy tímida y que mientras no fue mi obligación, no asistí a ninguna fiesta por temor a mezclarme con los demás, a confundirme, a abolir esa distancia que tan a salvo me mantenía de todo contacto sentimental.

Y que ahora cumplo con la parte protocolaria de mi trabajo hasta con gusto porque sé que se trata de una ceremonia, de un ritual que coloca a cada uno en su sitio y que los movimientos no conducen a ninguna aproximación sino a componer diversas figuras geométricas, armoniosas y reguladas. Y que si el orden, por cualquier motivo, se rompe, no será para dar paso a las efusiones sino a las disculpas, no a la intimidad sino al apresurado borrón que va a permitir la cuenta nueva.

Planteadas así las cosas, ¿cuál sería su diagnóstico? El mismo que el mío: esta mujer es una ostra.

Pero recuerde usted que el término soledad no se entiende si no se define antes el otro al que se contrapone: la compañía. Y allí es donde yo echo mi gato a retozar. Para sentirme acompañada yo no necesité, prácticamente nunca, de la presencia física de otro. Cuando era niña hablaba sola, porque soy géminis. Antes de dejar de ser niña ya había comenzado a escribir versos y ¿cuál fue el resultado de mi primer enamoramiento? La redacción de un diario íntimo que surgió primero como un instrumento para acercar al objeto amoroso pero que acabó por sustituirlo y suplantarlo por completo. Derivé, del tema al que se suponían exclusivamente consagradas las páginas de un cuaderno escolar, a la crónica de los sucesos del pueblo entero. Crónica que después me ha servido para escribir cuentos, novelas, poemas.

Con el tiempo se me han multiplicado los recursos. Leer es posible en casi todas las ocasiones, hasta cuando uno se encuentra en la sala de espera de un médico que le va a dar el golpe de gracia en alguna de sus partes vulnerables (que entre paréntesis, son todas).
Oír radio requiere condiciones más específicas, pero no tan imposibles de conseguir. Por ejemplo aquí, que toda la gente vive en vilo, pendiente siempre de las últimas noticias, no parece ninguna excentricidad el hecho de que uno se vuelva adicta la BBC y la persiga, en sus diferentes frecuencias, a lo largo del día o de la noche, en onda media y corte. Y si posee una grabadora se tiene siempre al alcance la música predilecta, los poemas fundamentales.

Y usted me está mirando socarronamente, como si yo escondiera en mi manga el as del triunfo. ¿Gabriel? No, Gabriel es otra cosa. Mi responsabilidad es librarlo de mí lo más pronto que le sea a él posible. Nunca pretendí (como mis padres conmigo, pobrecitos) que fuera ni la alegría del hogar ni el báculo de mi vejez. Gabriel es una personan a la que respeto y para quien deseo autosuficiencia y progresivo ejercicio de la libertad. Me preocupaba cuando prefería jugar conmigo que ir a la visitar a un cuate. Ahora ya no hay motivo de preocupación.

Herlinda también se ha integrado al club que usted ya sabe. Y, a veces, (como en la Pascua que acaba de pasar, les organizo excursiones a los dos para que se vayan a rodar tierras mientras yo me quedo como dueña completa de la casa, del silencio, del tiempo y me pongo –según palabras de Israel- a tañer en la máquina de escribir la obra maestra en la que la humanidad va a encontrar regocijo y consejo o este artículo que, no me lo va usted a negar, equivale a una buena platicada.

Sin embargo, hay un momento en el que tengo que admitir que soy una criatura totalmente desvalida y en el que se me llenan los ojos de lágrimas pensando en que soy huérfana y divorciada y que, de haber vivido, mis hijos serían mayores que Gabriel y la niña ya iría a bailes y tendría novios y pensaría que yo soy un monstruo que no la comprende y que la malcría.

Ese momento terrible en el que adquiero plena conciencia de mi soledad y del insoportable anatema con que se me maldijo, es el momento en que he terminado de maquillarme, de vestirme y ya lo único que me falta es subirme el cierre automático del vestido. No hay brazos que alcancen a cumplir por completo esta operación. Si hay alguien a la mano que ayude, perfecto. Pero en un hotel ¿se va a llamar a la recamarera –que siempre es recamarero- para que sea testigo de nuestra humillación? Nunca. Y uno se retuerce y logra lo que logra y va a donde va con complejo de crisálida que ignora si va a librase de su capullo porque anticipa la vuelta al cuarto vacío en que no hay ningún bajador de zíperes y en que no puede pedir este favor a su chevalier servant sin que lo tome como una insinuación de pésimo gusto, que alteraría el orden de los factores y el producto y todo lo demás.


19 de febrero, 1973, El uso de la palabra

domingo, 7 de febrero de 2010

Y las madres, ¿qué opinan?

En los últimos años se ha debatido con pasión, con violencia y hasta con razonamiento, el problema del control de la natalidad. Desde el punto de vista religiosos, es un delicadísimo asunto que pone en crisis las concepciones ancestrales acerca del respeto incondicional a la vida humana en potencia y que obligaría a la revisión de muchos dogmas morales que rigen nuestra conducta: Los economistas, por su parte, se atienen a las cifras y éstas indican lo que se llama en términos técnicos una explosión demográfica que seguirá una curva ascendente hasta el momento en que ya no haya sitio para nadie más en el planeta ni alimentos suficientes para el exceso de la población.

Esta sombría perspectiva no tenemos que imaginarla para darnos cuenta de su gravedad sino que basta con que ampliemos nuestra visión actual de los países en los que la miseria es regla y la opulencia la excepción de la que gozan hasta reventar, unos cuantos; en los que el hambre es el estado crónico de la mayoría; en los que la educación es un privilegio; en los que, en fin, la salud es la lotería con la que resultan agraciados unos cuantos pero que ninguna de las condiciones propician, ninguna institución preserva y ninguna ley asegura.

Los sociólogos ponen el grito en el cielo clamando por un remedio, tanto para lo que ya sucede como para evitar que la catástrofe prevista se consume. Los psicólogos estudian los inconvenientes y las ventajas de las familias numerosas y de las constituidas por los padres y un hijo único. Los políticos calculan de qué manera pesará, en las asambleas mundiales, la voluntad de un país cuando cuneta (o no cuenta) con el brazo ejecutor de una multitud que sobrepasa cuantitativamente como decía la Biblia, las estrellas de los cielo y a las arenas del mar.

Entre tantos factores que intervienen para hacer de este problema uno de los más complejos y arduos con los que se enfrenta el hombre moderno, se olvida uno, que acaso no deja de tener importancia y que es el siguiente: ¿quién tiene los hijos? Porque un niño no es sólo un dato que modifica las estadísticas ni un consumidor para el que no hay satisfactores suficientes ni la ocasión de conflictos emocionales ni el instrumento para acrecentar el poderío o para defender las posiciones de una nación. Un niño es antes que todo eso (que no negamos, pero que posponemos), una criatura concreta, un ser de carne y hueso que ha nacido de otra criatura concreta, de otro ser de carne y hueso también y con el que mantiene –por lo menos durante una época-, una relación de intimidad entrañable. Esta segunda criatura a al que nos hemos referido es la madre.

Al pronunciar la palabra “madre” los señores se ponen en pie, se quitan el sombrero y aplauden, con discreción o con entusiasmo, pero siempre con sinceridad. Los festivales de homenaje se organizan y los artistas consagrados acuden a hacer alarde gratuito de sus habilidades mientras el auditorio llora conmovido por este acto de generosidad que es apenas débil reflejo de la generosidad en que se consumió su vida la cabecita blanca que casi no alcanza ya a darse cuenta de lo que sucede a su alrededor, por lo avanzado de su edad, lo que la hace doblemente venerable.

Pues bien, aunque nos cueste trabajo reconstruir el pasado, esa anciana que suscita paroxismos de gratitud fue, en su hora, la protagonista del drama sublime de la maternidad. Durante los consabidos nueve meses, sirvió de asilo corporal a un germen que se desarrolló a expensas suyas, que hizo uso y abuso de todos los órganos en su propio provecho y que cuando fue apto para soportar otras condiciones rompió con los obstáculos que le impedían el acceso al mundo exterior.

Después vienen la lactancia o sus equivalente y las noches en vela y los cuidados especiales que deben prodigarse a quine no se aclimata con facilidad en la tierra, que es frágil, que es precioso.

Las responsabilidades se multiplican con los años. Ya no es únicamente la atención al bienestar físico sino la vigilancia de la evolución intelectual y del equilibrio de los sentimientos. Y la preocupación por equipar, lo mejor posible, a quien pronto ha de apartarse del seno materno para su viaje y su aventura, para la lucha y el éxito.

Si la tarea de ser madre consume tantas energías, tanto tiempo y tanta capacidad, si es tan absorbente que no se encuentra raro que sea exclusiva, lo menos que podían hacer quienes deliberan en torno al asunto del control de la natalidad, es qué opinan de él las madres.

Porque tanto si se mantienen los tabús que hasta ahora han tenido vigencia como si se destruyen; tanto si la natalidad continúa asumiéndose como una de las fatalidades con que la Naturaleza nos agobia como si se extendiese hasta allí el campo del domino del hombre, vale la pena plantearse, como si nunca se hubiera hecho (y a propósito, ¿se hizo alguna vez?...¿cuándo?, ¿con qué resultados?), un cuestionamiento acerca de lo que la maternidad significa no como proceso biológico sino como experiencia humana.

Porque a ratos se dicta, como un axioma, la sentencia de que la maternidad es un instinto que marcha con absoluta regularidad tanto en la mujer como en las hembras de la especies animales superiores. Si esto es verdad (lo que habría que probar primero porque luego nos salen los investigadores con el domingo siete de que el instinto maternal en los animales es esporádico, se extingue una vez cumplido cierto plazo con una absoluta indiferencia de la suerte que corran las crías, aumenta, disminuye o desparece por variaciones de la dieta, de las hormonas, etc. –por lo que, como fatalidad es bastante deficiente-). Sería un atentado contra ese instinto impedir que se ejercite con plenitud y sacrificarlo a otros intereses.

Súbitamente se recuerda entonces que en el nivel de la conciencia los instintos se supeditan a otros valores. Y que la maternidad, en el mundo occidental, ha sido uno de los valores supremos al que se inmolan diariamente muchas vidas, muchas honras, muchas felicidades.

Pero es un valor que, según demuestran la historia y la antropología, no estiman por igual todas las culturas y aun se da el caso de que en algunas sea lo contrario de un valor. Así que no puede tener pretensiones absolutistas y si las tiene debe renunciar a ellas.

La consecuencia es que resulta un atentado contra la libre determinación individual imponer obligatoriamente la maternidad a mujeres que la rechazan porque carecen de vocación, que la evitan porque es un estorbo para la forma de vida que eligieron o de la que se alejan como de un peligro para su integridad física.

Mas para proceder de esta manera se necesitaría, previamente, considerar a la las mueres no como lo que se les considera hoy: meros objetos, aparatos (por desgracia, insustituibles) de reproducción o criaturas subordinadas a sus funciones y no personas en el completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y de sus derechos.

El uso de la palabra, 6 de noviembre, 1965