domingo, 21 de febrero de 2010

Hora de la Verdad

Se lo advierto desde ahora con honestidad: no comience usted a relamerse de gusto suponiendo que voy a ponerme a bailar El último Tango en Tel Aviv, sólo porque el encabezado de este artículo deja entrever muchas posibilidades. No. Hay que ser coherentes. Si la naturaleza, a pesar de que tiene horror al vacío, no da saltos, es lícito deducir que el género humano puede cambiar con facilidad todo… excepto sus hábitos. Y el hábito en un escritor (esto es, su manera de expresarse, de repetirse, der ser reconocido e identificado a pesar de que no firme lo que redacta) es lo que se llama estilo.

Mi estilo, ya lo conoce usted, consiste en tomar un hecho a todas luces insignificante y tratar de relacionarlo con una verdad trascendente. Ahora bien, una cosa es tratar y otra muy distinta es conseguir. En esta ocasión usted va a presenciar, paso por paso, el procedimiento. Y le aseguro que el resultado será una sorpresa para ambos.

Ocurre que cuando yo preparaba mi viaje, mi larga ausencia de México, el embajador Joaquín Bernal (de quien recibí tantos y tan útiles consejos) me preguntó qué tanta era mi actitud para manejar la soledad, porque de ella –en este trabajo- iba yo a tener que digerir grandes porciones.

Sin la mínima vacilación le contesté que ese no era ningún problema. Y aunque ya no lo dije, pensé que si en algo podían conferirme un doctorado summa cum laude (con máximas alabanzas) era en tal materia. Me estaba yo juzgando de una manera muy superficial.

Porque a primera vista, los hechos objetivos son muy obvios y tienden, casi sin discrepancia a catalogarme dentro de la clasificación de las criaturas solitarias.

Recapitulemos. Primero, hija única, sin asistencia regular a ninguna escuela o institución infantil en la que me fuera posible crear amistades. Abandonada durante mi adolescencia a los recursos de mi imaginación, la orfandad repentina y total me pareció lógica. Permanecí soltera hasta los treinta y tres años durante los cuales alcancé grados de extremo aislamiento, confinada en un hospital para tuberculosos, sirviendo en un instituto para indígenas.

Luego contraje un matrimonio que era estrictamente monoándrico (con una sola persona) por mi parte y totalmente poligámico (con varias personas a la vez) por la parte contraria. Tuve tres hijos, de los cuales murieron los dos primeros. Recibí el acta de mi divorcio (cuyos trámites se habían iniciado con la debida anticipación) ya en mi casa de Tel Aviv.

Añada usted a todo ello que soy tímida y que mientras no fue mi obligación, no asistí a ninguna fiesta por temor a mezclarme con los demás, a confundirme, a abolir esa distancia que tan a salvo me mantenía de todo contacto sentimental.

Y que ahora cumplo con la parte protocolaria de mi trabajo hasta con gusto porque sé que se trata de una ceremonia, de un ritual que coloca a cada uno en su sitio y que los movimientos no conducen a ninguna aproximación sino a componer diversas figuras geométricas, armoniosas y reguladas. Y que si el orden, por cualquier motivo, se rompe, no será para dar paso a las efusiones sino a las disculpas, no a la intimidad sino al apresurado borrón que va a permitir la cuenta nueva.

Planteadas así las cosas, ¿cuál sería su diagnóstico? El mismo que el mío: esta mujer es una ostra.

Pero recuerde usted que el término soledad no se entiende si no se define antes el otro al que se contrapone: la compañía. Y allí es donde yo echo mi gato a retozar. Para sentirme acompañada yo no necesité, prácticamente nunca, de la presencia física de otro. Cuando era niña hablaba sola, porque soy géminis. Antes de dejar de ser niña ya había comenzado a escribir versos y ¿cuál fue el resultado de mi primer enamoramiento? La redacción de un diario íntimo que surgió primero como un instrumento para acercar al objeto amoroso pero que acabó por sustituirlo y suplantarlo por completo. Derivé, del tema al que se suponían exclusivamente consagradas las páginas de un cuaderno escolar, a la crónica de los sucesos del pueblo entero. Crónica que después me ha servido para escribir cuentos, novelas, poemas.

Con el tiempo se me han multiplicado los recursos. Leer es posible en casi todas las ocasiones, hasta cuando uno se encuentra en la sala de espera de un médico que le va a dar el golpe de gracia en alguna de sus partes vulnerables (que entre paréntesis, son todas).
Oír radio requiere condiciones más específicas, pero no tan imposibles de conseguir. Por ejemplo aquí, que toda la gente vive en vilo, pendiente siempre de las últimas noticias, no parece ninguna excentricidad el hecho de que uno se vuelva adicta la BBC y la persiga, en sus diferentes frecuencias, a lo largo del día o de la noche, en onda media y corte. Y si posee una grabadora se tiene siempre al alcance la música predilecta, los poemas fundamentales.

Y usted me está mirando socarronamente, como si yo escondiera en mi manga el as del triunfo. ¿Gabriel? No, Gabriel es otra cosa. Mi responsabilidad es librarlo de mí lo más pronto que le sea a él posible. Nunca pretendí (como mis padres conmigo, pobrecitos) que fuera ni la alegría del hogar ni el báculo de mi vejez. Gabriel es una personan a la que respeto y para quien deseo autosuficiencia y progresivo ejercicio de la libertad. Me preocupaba cuando prefería jugar conmigo que ir a la visitar a un cuate. Ahora ya no hay motivo de preocupación.

Herlinda también se ha integrado al club que usted ya sabe. Y, a veces, (como en la Pascua que acaba de pasar, les organizo excursiones a los dos para que se vayan a rodar tierras mientras yo me quedo como dueña completa de la casa, del silencio, del tiempo y me pongo –según palabras de Israel- a tañer en la máquina de escribir la obra maestra en la que la humanidad va a encontrar regocijo y consejo o este artículo que, no me lo va usted a negar, equivale a una buena platicada.

Sin embargo, hay un momento en el que tengo que admitir que soy una criatura totalmente desvalida y en el que se me llenan los ojos de lágrimas pensando en que soy huérfana y divorciada y que, de haber vivido, mis hijos serían mayores que Gabriel y la niña ya iría a bailes y tendría novios y pensaría que yo soy un monstruo que no la comprende y que la malcría.

Ese momento terrible en el que adquiero plena conciencia de mi soledad y del insoportable anatema con que se me maldijo, es el momento en que he terminado de maquillarme, de vestirme y ya lo único que me falta es subirme el cierre automático del vestido. No hay brazos que alcancen a cumplir por completo esta operación. Si hay alguien a la mano que ayude, perfecto. Pero en un hotel ¿se va a llamar a la recamarera –que siempre es recamarero- para que sea testigo de nuestra humillación? Nunca. Y uno se retuerce y logra lo que logra y va a donde va con complejo de crisálida que ignora si va a librase de su capullo porque anticipa la vuelta al cuarto vacío en que no hay ningún bajador de zíperes y en que no puede pedir este favor a su chevalier servant sin que lo tome como una insinuación de pésimo gusto, que alteraría el orden de los factores y el producto y todo lo demás.


19 de febrero, 1973, El uso de la palabra

domingo, 7 de febrero de 2010

Y las madres, ¿qué opinan?

En los últimos años se ha debatido con pasión, con violencia y hasta con razonamiento, el problema del control de la natalidad. Desde el punto de vista religiosos, es un delicadísimo asunto que pone en crisis las concepciones ancestrales acerca del respeto incondicional a la vida humana en potencia y que obligaría a la revisión de muchos dogmas morales que rigen nuestra conducta: Los economistas, por su parte, se atienen a las cifras y éstas indican lo que se llama en términos técnicos una explosión demográfica que seguirá una curva ascendente hasta el momento en que ya no haya sitio para nadie más en el planeta ni alimentos suficientes para el exceso de la población.

Esta sombría perspectiva no tenemos que imaginarla para darnos cuenta de su gravedad sino que basta con que ampliemos nuestra visión actual de los países en los que la miseria es regla y la opulencia la excepción de la que gozan hasta reventar, unos cuantos; en los que el hambre es el estado crónico de la mayoría; en los que la educación es un privilegio; en los que, en fin, la salud es la lotería con la que resultan agraciados unos cuantos pero que ninguna de las condiciones propician, ninguna institución preserva y ninguna ley asegura.

Los sociólogos ponen el grito en el cielo clamando por un remedio, tanto para lo que ya sucede como para evitar que la catástrofe prevista se consume. Los psicólogos estudian los inconvenientes y las ventajas de las familias numerosas y de las constituidas por los padres y un hijo único. Los políticos calculan de qué manera pesará, en las asambleas mundiales, la voluntad de un país cuando cuneta (o no cuenta) con el brazo ejecutor de una multitud que sobrepasa cuantitativamente como decía la Biblia, las estrellas de los cielo y a las arenas del mar.

Entre tantos factores que intervienen para hacer de este problema uno de los más complejos y arduos con los que se enfrenta el hombre moderno, se olvida uno, que acaso no deja de tener importancia y que es el siguiente: ¿quién tiene los hijos? Porque un niño no es sólo un dato que modifica las estadísticas ni un consumidor para el que no hay satisfactores suficientes ni la ocasión de conflictos emocionales ni el instrumento para acrecentar el poderío o para defender las posiciones de una nación. Un niño es antes que todo eso (que no negamos, pero que posponemos), una criatura concreta, un ser de carne y hueso que ha nacido de otra criatura concreta, de otro ser de carne y hueso también y con el que mantiene –por lo menos durante una época-, una relación de intimidad entrañable. Esta segunda criatura a al que nos hemos referido es la madre.

Al pronunciar la palabra “madre” los señores se ponen en pie, se quitan el sombrero y aplauden, con discreción o con entusiasmo, pero siempre con sinceridad. Los festivales de homenaje se organizan y los artistas consagrados acuden a hacer alarde gratuito de sus habilidades mientras el auditorio llora conmovido por este acto de generosidad que es apenas débil reflejo de la generosidad en que se consumió su vida la cabecita blanca que casi no alcanza ya a darse cuenta de lo que sucede a su alrededor, por lo avanzado de su edad, lo que la hace doblemente venerable.

Pues bien, aunque nos cueste trabajo reconstruir el pasado, esa anciana que suscita paroxismos de gratitud fue, en su hora, la protagonista del drama sublime de la maternidad. Durante los consabidos nueve meses, sirvió de asilo corporal a un germen que se desarrolló a expensas suyas, que hizo uso y abuso de todos los órganos en su propio provecho y que cuando fue apto para soportar otras condiciones rompió con los obstáculos que le impedían el acceso al mundo exterior.

Después vienen la lactancia o sus equivalente y las noches en vela y los cuidados especiales que deben prodigarse a quine no se aclimata con facilidad en la tierra, que es frágil, que es precioso.

Las responsabilidades se multiplican con los años. Ya no es únicamente la atención al bienestar físico sino la vigilancia de la evolución intelectual y del equilibrio de los sentimientos. Y la preocupación por equipar, lo mejor posible, a quien pronto ha de apartarse del seno materno para su viaje y su aventura, para la lucha y el éxito.

Si la tarea de ser madre consume tantas energías, tanto tiempo y tanta capacidad, si es tan absorbente que no se encuentra raro que sea exclusiva, lo menos que podían hacer quienes deliberan en torno al asunto del control de la natalidad, es qué opinan de él las madres.

Porque tanto si se mantienen los tabús que hasta ahora han tenido vigencia como si se destruyen; tanto si la natalidad continúa asumiéndose como una de las fatalidades con que la Naturaleza nos agobia como si se extendiese hasta allí el campo del domino del hombre, vale la pena plantearse, como si nunca se hubiera hecho (y a propósito, ¿se hizo alguna vez?...¿cuándo?, ¿con qué resultados?), un cuestionamiento acerca de lo que la maternidad significa no como proceso biológico sino como experiencia humana.

Porque a ratos se dicta, como un axioma, la sentencia de que la maternidad es un instinto que marcha con absoluta regularidad tanto en la mujer como en las hembras de la especies animales superiores. Si esto es verdad (lo que habría que probar primero porque luego nos salen los investigadores con el domingo siete de que el instinto maternal en los animales es esporádico, se extingue una vez cumplido cierto plazo con una absoluta indiferencia de la suerte que corran las crías, aumenta, disminuye o desparece por variaciones de la dieta, de las hormonas, etc. –por lo que, como fatalidad es bastante deficiente-). Sería un atentado contra ese instinto impedir que se ejercite con plenitud y sacrificarlo a otros intereses.

Súbitamente se recuerda entonces que en el nivel de la conciencia los instintos se supeditan a otros valores. Y que la maternidad, en el mundo occidental, ha sido uno de los valores supremos al que se inmolan diariamente muchas vidas, muchas honras, muchas felicidades.

Pero es un valor que, según demuestran la historia y la antropología, no estiman por igual todas las culturas y aun se da el caso de que en algunas sea lo contrario de un valor. Así que no puede tener pretensiones absolutistas y si las tiene debe renunciar a ellas.

La consecuencia es que resulta un atentado contra la libre determinación individual imponer obligatoriamente la maternidad a mujeres que la rechazan porque carecen de vocación, que la evitan porque es un estorbo para la forma de vida que eligieron o de la que se alejan como de un peligro para su integridad física.

Mas para proceder de esta manera se necesitaría, previamente, considerar a la las mueres no como lo que se les considera hoy: meros objetos, aparatos (por desgracia, insustituibles) de reproducción o criaturas subordinadas a sus funciones y no personas en el completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y de sus derechos.

El uso de la palabra, 6 de noviembre, 1965