domingo, 21 de marzo de 2010

La paternidad: oficio de tiempo completo

El muchacho y la muchacha se encuentran, como en las películas, en cualquier parte. Se miran y comprenden, gracias a una súbita iluminación, que están destinados el uno para la otra y el único desenlace posible es el beso que en la ficción pone un punto final a todo y en realidad abre una serie de perspectivas ambiguas a todo también.

El muchacho y la muchacha (que a fin de cuentas no han roto con los tabúes tradicionales sino que los respetan aunque su respeto ya no esté respaldado por la creencia de su validez y en su eficacia) se casan. Ella vestida de blanco, seguida de sus damas y de los pajes que lo único a lo que se dedican es a embrollarlo todo y a no entender nada de lo que ocurre; él vestido de negro, como para un entierro de primera clase (que a fin de cuentas, es lo que es) y con un ramito simbólico de azahar en el ojal de la solapa y ambos se arrodillan en sendos reclinatorios para dar oídos a un emocionado fervorín en el que se advierte respeto a sus respectivas obligaciones y derechos, de un respecto al otro y de los dos en lo que se refiere a ese núcleo que van a constituir: la familia.

Parten raudos al viaje de la luna de miel. Acapulco, porque la imaginación no ayudó mucho como para pensar en ninguna otra parte. Las inevitables escoriaciones por la quemada del sol, la intoxicación con mariscos, las diapositivas para el regocijo posterior de la parentela, etc, etc, etc.

El retorno casi siempre viene acompañado de nauseas de la protagonista. Se siente mal, lo que significa que las cosas marchan perfectamente bien y que ella está lo que se dice “esperando”.

El viejo, cínico, sonríe ante la satisfacción de la pareja. Creen que han satisfecho una necesidad , creen que se han colmado de un placer cuando no han hecho más que servir de instrumento de la única exigencia de la especie: la de perpetuarse.

En el plazo previsto el niño viene al mundo. Dando un vagido como primer signo de su existencia. Un vagido que parece de dolor pero que es sólo la primera inhalación de la atmósfera a la cual la criatura ingresa y en la cual va a vivir.

Después los signos no parecerán de dolor sino serán de dolor: cólicos, hambre, frío, molestias por la humedad de los pañales, etc. Hay que estar atentos, hay que correr ante las solicitudes apremiantes del recién nacido, hay que satisfacerlas y, si es posible, anticiparse a las demandas.

Pero esto no es más que el principio y se supone que quien se dedica a impartir estos cuidados es la madre, provista generosamente por la naturaleza por el instinto de proteger, de preservar, de permitir el crecimiento y la plenitud al germen que sufre el proceso de crecer.

Y, como es de esperarse, crece. Entre berridos, berrinches, caídas, topes contra los muebles, tropezones en cada escalón, etc, el germen crece. Y entonces sucede lo más grave: empieza a adquirir conciencia. A darse cuenta de quién es, de cuál es el mundo que lo rodea y de qué papel desempeñan las personas que están en torno suyo.

Examinemos ahora cuáles son esos papeles: el de la madre es el de cuidado, el de la atención constante, el de la vigilancia de todos los fenómenos biológicos para que se desarrollen de acuerdo con los cánones más estrictos. Y el del padre que consiste en iniciar al niño en los rudimentos de la vida social. En inculcarle las ideas, las creencias, los postulados teóricos, y prácticos que rigen la vida del grupo.

Ahora bien, ambas tareas no son ocasionales, posibles de cumplirse en los ratos perdidos sino que requieren un máximo de atención y de concentración en el asunto.

¿Están en aptitud los padres de satisfacer estos requerimientos? Supongamos (y es una suposición que cada vez encuentra más excepciones) que la madre es exclusivamente madre y que no tiene que desempeñar ningún otro trabajo más que el que le pide el ámbito doméstico. Pero supongamos (y es una suposición lícita, puesto que cada vez se dan más casos en que la circunstancia se produce de otra manera) que la madre es, además de madre, otra cosa. Obrera en una fábrica, empleada en una oficina, maestra en un aula, profesional en un despacho.

¿Qué pasa entonces? Que tiene que partirse en dos. Una parte suya actúa de acuerdo con las exigencias de la maternidad. Otra parte es la encarnación de la eficiencia fabril. Burocrática, pedagógica, profesional.

En el caso del padre lo inconcebible es que no tuviera un trabajo fuera de casa. Lo inconcebible y lo indeseable. Y que ese trabajo no ocupara la casi totalidad de su horizonte. Sólo un pequeño margen se reserva a los incidentes hogareños. Un pequeño margen que la distracción concede a la narradora de las pequeñas anécdotas cotidianas.

¿Quién inicia al niño, entonces, en los ritos de la vida social? Bueno, si la familia es religiosa se supone que el sacerdote. Si la familia es laica se supone que es el maestro.

Pero ocurre que, cada vez con mayor frecuencia, el niño permanece al margen de la convivencia con el grupo porque no encuentra un guía que lo incorpore a esa convivencia. Y ese niño marginado cae en la delincuencia, en la drogadicción, en esa gama de extravíos en la que puede hacer su elección la juventud moderna.

Y entonces sobreviene el crujir de dientes. Las autoridades se alarman por el incremento de las anomalías de la conducta y hacen una apelación, ¿a quién? , a los padres de familia. Les piden que eviten su asistencia a los espectáculos considerados como inmorales. ¿Cómo? ¿Prohibiéndoselos? La prohibición ya la había hecho la autoridad y había sido absolutamente inútil. ¿Acompañándolos en todos sus recorridos callejeros, en todas sus entradas y salidas? En primer lugar habría que disponer, para ello, de tiempo suficiente.

¿Puede invocar el padre, ante sus superiores, esta razón para que le concedan un permiso? “Tengo que ir con mi hijo al cine, para estar seguro de que la película que se exhibe es propia para adolescentes y no correr el riesgo de que sea exclusiva para adultos.” Los superiores lo despedirían sin mayor trámite, por imbécil.

Pero suponiendo que esos superiores lo fueran realmente y no sólo dentro de una jerarquía burocrática, habría que pensar si los jóvenes estarían dispuestos a aceptar esta tutela. Ellos van solos a todas partes. No admiten que la momiza se interponga entre ellos y sus diversiones.

Así que la momiza sigue cumpliendo puntualmente con sus tareas. Y mientras la paradoja llega a sus últimas consecuencias. La familia se desintegra mucho antes de que el Estado cuente con los instrumentos suficientes para sustituirla, para llenar el vacío que deja. ¿Y las víctimas? Desde luego, son todos.

Castellanos, Rosario. “La paternidad: oficio de tiempo completo” (19 de septiembre de 1970) en Mujer de palabras, Volumen II, México, CONACULTA, 2006.

domingo, 7 de marzo de 2010

Carta a los Reyes Magos: el rumor vence a la verdad

Querido Reyes Magos:

¿No es un atrevimiento de mi parte llamarles “queridos” con las venerables barbas que ustedes se gastan? Si lo es, no se debe a una falta de respeto, sino a pobreza de vocabulario. No encontré el tratamiento adecuado para dirigirme a ustedes y eché mano del lugar común, recurso del que suelen hacer uso las personas de mi oficio y que los críticos nos señalan y nos afean pero quien les permite, a su vez, ejercer su oficio respectivo.

Por otra parte, si les escribo esta carta con tal anticipación no es porque yo coma ansias ni porque tenga en cuenta las deficiencias del Correo, Dios me libre, funciona a la perfección –como todo en estas latitudes-, sino por el exceso de correspondencia natural en estas fechas en que toda clase de espíritus cordiales nos presiden.

Aunque no lo haya puesto en el encabezado de mi carta han de saber ustedes que estoy redactándola desde México, lo que antaño fue la región más transparente del aire. Ya no lo es y oficialmente se ha reconocido así, pero el cambio no ha de interpretarse como decadencia o falla, sino al contrario. Significa que hemos entrado en la etapa de la industrialización y, consecuentemente, de la polución. La bruma que ya comienza a envolvernos tiene un prestigio londinense. Las enfermedades de las vías respiratorias que pronto han de aquejarnos son un poco más altas (en todos los sentidos) que los males hídricos que caracterizaban nuestro subdesarrollo.

Pero abandonemos tales disquisiciones y volvamos a nuestro punto inicial de partida: México. ¿Qué ignoran a lo que me estoy refiriendo? No se atrevan a repetir desacato tal porque yo sería la primera en pedir para ustedes, por más Reyes Magos que sean, la aplicación del artículo 33 por extranjeros indeseables.

Además no es posible que no estén enterados de nada respecto de nuestro país, porque últimamente se ha hecho muy notorio, ante la opinión mundial, gracias a una serie de acontecimientos sensacionales ocurridos aquí.

Uno de ellos es, naturalmente, la Olimpiada. Sí, ya me imagino que ustedes, con su edad, no se interesan excesivamente en los deportes y que si bien los caballos fueron protagonistas de muchos episodios trascendentales, tanto como los camélidos (camellos) como los proboscidios (elefantes) estuvieron por completo excluidos de las competencias que no por ello fueron menos brillantes y lúcidas.

Porque, aunque parezca inmodesto decirlo, nos lucimos. Ganamos medallas de oro, plata y bronce. Se pusieron en evidencia ante nuestros ojos nuevos ídolos que aclamar, modelos que seguir, metas que superar. En suma, no sólo pudimos salir airosos del compromiso que habíamos asumido, sino que aún nos queda un ancho margen para el legítimo orgullo y para al satisfecha vanidad.

Paralelamente a ello (y ya puestos en el tren de hacer balance al que tan propensos somos en los últimos días del año) ocurrieron otros hechos que son, precisamente, de los que quería hablar con ustedes.

El origen (si es que ése fue el origen, porque a las alturas en que nos encontramos ya nadie se atreve a afirmar nada de un modo categórico) fue un pleito estudiantil de los que tradicionalmente se sienten obligados a sostener, cada cierto tiempo, las escuelas rivales. Los alumnos se golpearon entre sí con varillas, ladrillos y otros elementos igualmente constructivos. Intervino la policía con el resultado natural de que los alumnos se aliaran con ella. La lucha se mostró pronto desigual y hubo de solicitarse refuerzos ya no únicamente policiacos, sino del ejército. Ante la ocupación de sus planteles los alumnos respondieron con manifestaciones: tumultuosas, estentóreas, ordenadas, silenciosas, impresionantes por alguna de estas características, pero siempre por un número muy elevado.

La Ciudad Universitaria, una especie de Sancta Sanctórum intangible para la fuerza, se convirtió durante algunos días en cuartel y lo mismo otros edificios destinados a la educación superior. Los estudiantes se negaban a reanudar las actividades académicas si antes no se les concedía un pliego petitorio que fuera del contexto emotivo en que fue redactado, me temo que resulte un poco incongruente.

Vino la sagrada tregua impuesta por las Olimpiadas y después una especie de sonambúlica e intermitente vuelta a clases. Pugnaban entre sí dos tendencias: la conciliatoria, que pretendía poner fuera de peligro la autonomía y la libertad de cátedra –que son los pilares fundamentales de la vida universitaria – y la reivindicatoria que contaba y recontaba los muertos, los heridos, los torturados, los perseguidos, los presos.

Aparentemente triunfó la primera tendencia y la segunda fue aniquilada no sin que antes estallaran varias bombas que nos hicieron creer en el advenimiento de la era del terror.

Se elevaron voces: admonitorias, amenazadoras, con temporizadoras, interrogantes. Entre estas últimas sobresalió la de Ricardo Garibay, enérgica y dirigiéndose a quien corresponde para ser informado de los motivos por los que un asunto nimio había alcanzado una magnitud nacional. Muchos otros elaboraron hipótesis: imaginativas, maliciosas, extravagantes, pero ninguna avalada por el visto bueno oficial.

La gente menuda, como yo, se quedo en Babia. Nadie entendió nada y es por eso que, acompañando estas cuartillas con testimonios de buena conducta, me permito solicitarles a ustedes una explicación: ¿Qué ha pasado aquí? ¿O es que aquí no ha pasado nada? ¿Se puede llamar democrático a un régimen en cuya cúspide reina el misterio y en que la verdad es patrimonio de unos cuantos iniciados que cuando hablan es como por enigmas? ¿Puede existir una participación en la vida política, ya no digamos de una mayoría que carece totalmente de formación, sino tampoco de una minoría que carece totalmente de información? Los oráculos alardean de sus conocimientos: saben quiénes son los promotores de la agitación, están al tanto de sus planes y aun tienen calculadas las fechas en que esos planes van a llevarse a cabo. ¿Por qué entonces guardan el secreto? ¿Por qué prefieren que reine y se propague el rumor, la sospecha, la alarma con o sin fundamento?

Ah, y por último, queridos Reyes Magos. Me sería muy útil un diccionario en que se explicara el significado de vocablos que todo el mundo usa hoy y nadie aclara. Como por ejemplo: enemigo de la patria, subvertidores del orden (de la extrema izquierda y de la extrema derecha) y otros semejantes.

No dudo de la atención que se sirvan prestar a mi humilde súplica, quedo, como siempre, su segura servidora.

Excélsior, 4 de enero de 1969