domingo, 4 de abril de 2010

La edad de la razón: la vida comienza ¿cuándo?

Continúa debatiéndose y apoyándose con mayor entusiasmo y núcleos más extensos el proyecto de ley según el cual los jóvenes mexicanos alcanzarían la mayoría de edad (y con ella la plenitud de sus derechos cívicos) a los dieciocho años.

Es muy importante que el acceso y la participación en la vida colectiva se efectúen más pronto porque ser reconoce un hecho que no podemos seguir ignorando y es que los adolescentes alcanzan ahora, y gracias a los modernos medios de comunicación, un cúmulo de nociones y de noticias que hace unas décadas exigían un plazo mucho mayor para ser asimilado.

Por una parte, pues, se admite en el joven ciudadano una capacidad de discernimiento como para elegir una forma determinada de gobierno y rechazar otras, como para optar por una ideología, como para depositar su confianza en la persona idónea para representarlo. Pero por otra parte se puede formular una pregunta válida: ¿hasta qué punto se le proporcionan a ese joven , que de pronto parece cargado de tantas y tan graves responsabilidades, las ocasiones, los instrumentos, las posibilidades de formarse un criterio independiente en la lectura y discusión de temas políticos y morales; de refinar su gusto estético en la asistencia a espectáculos artísticos; de armonizar coherentemente los conocimientos adquiridos de acuerdo con un orden, dado o inventado pero afín con su estructura interior? En suma, ¿qué oportunidades tiene un joven para evolucionar hasta la madurez?

Veamos cuáles son las condiciones en las que se desenvuelve, normalmente, la vida de un joven mexicano de la clase media, por ejemplo, que es la que está más próxima a nuestra observación y la que puede (a diferencia de los campesinos y los obreros y a semejanza de la aristocracia) merodear y aun irrumpir victoriosamente en el coto cerrado de la cultura.

Los ires y venires de nuestros protagonistas están celosamente vigilados por la mirada de los padres y de los maestros. La madre, cuando arregla con solicitud la incipiente biblioteca, descubre con horror y escándalo el libro prohibido por el Index (El Index ¿todavía existe? No importa. Aunque no existiera seguiría ganando batallas después de muerto como el Cid). Como es natural comunica su descubrimiento al que actúa como cabeza de familia y se decide, en un juicio sumarísimo, condenar al cuerpo del delito a la hoguera y reprender con severidad al delincuente. De allí en adelante la selección de las lecturas la harán personas autorizadas pues de esta manera el joven no corre el riesgo de extraviarse en las tortuosidades de quién sabe qué pensamientos exóticos, de acostumbrarse y quizá admitir cualquier opinión irreverente. Cuando sea mayor, se le promete, hará de su cabeza un mundo si se le pega la gana; pero mientras esté sujeto a la tutela paternal tendrá que obedecer y callar.

¿Cuestión de paciencia? Pues no. Porque resulta que cuando el joven crece y va en busca de esas páginas tan largamente diferidas, encuentra la sorpresa de que el Estado se ha erigido en el guardián de la integridad de su inteligencia. Y que es un funcionario el que decide qué publicaciones extranjeras se decomisan en el puerto o en la estación de ferrocarril o qué productos manufacturados en la nación son susceptibles de ponerse a la venta y cuáles otros han de ser puestos fuera del alcance del público.

La experiencia, a pesar de todo, no es nueva. Ya la ha tenido, desde muy temprano, en otro terreno. Cuando se pintaba bigotes o recurría a cualquier otro artilugio igualmente ingenuo e inverosímil para poder entrar en un cine en el que exhibían una película que la censura había clasificado como exclusiva para adultos. Entra al cine ¿y qué sucede? Que la película salta de una escena a otra con la que no guarda la menor conexión porque entre ambos se interpusieron las tijeras del censor. Siguiendo el método deductivo se concluye que esas escenas mostraban o un desnudo, o una escena erótica, ¡vade retro, Satanás!

Porque el cuerpo, éste que fue el primer regalito de papá y mamá y según todas las cosmologías la primera dádiva de los dioses a los hombres, es objeto pecaminoso que por ningún motivo debe ser contemplado. Los manuales de urbanidad permiten que se dé la cara y la mano pero lo demás está borrado, no existe, es tabú. (Los tabúes sólo se rompen lícitamente en Acapulco y en Semana Santa porque tampoco hay que exagerar en la mortificación de la carne, el desprecio al mundo y la lucha contra el demonio).

Si uno no tiene cuerpo es obvio que nadie le va a indicar para qué sirve no cómo se usa. Que cada quien se las averigüe como pueda en este terreno y cuidadito con recurrir a la pornografía porque también está prohibida.

En cambio, para compensar, se nos instruye con una minuciosidad asombrosa acerca de las técnicas para cometer un robo o para ejecutar un crimen. Cualquier asiduo de la televisión o del cine es un experto en tales asuntos y merece un diploma que así lo proclame. Si no lo tiene es porque nuestra sociedad todavía no es perfecta.

Pero la historia de un ladrón y un asesino siempre nos resulta un poco legendaria. Quisiéramos que se nos propusiera un modelo más accesible, que se nos narrara algo más cotidiano, más semejante a la vida misma. ¿La vida?, ¿ese cuento contado por un idiota que dice Shakespeare?, ¿la vida?, ¿el frenesí, la ilusión calderoniana? De ninguna manera. Esas lucubraciones se reservan a los pedantes y a los inadaptados. La gente buena y sencilla se emociona hasta las lágrimas con las peripecias de l institutriz que se casa con el viudo dueño de un castillo (¡eso le sucede por honrada y olé!), o con la abnegación de la madre que cose ajeno para sostener la educación de sus hijos que, una vez que han ascendido a la cumbre se avergüenzan de ella, se arrepienten y le regalan un radio de transistores aunque, por la vejez, la cabecita blanca esté más sorda que una tapia. En fin.

¿Y los clásicos? Hay que respetarlos, claro. Pero representarlos no porque están plagados de groserías y de indecencias. Abusan de que son clásicos y se mandan. Ni hablar. ¿Y los modernos? Nadie los entiende así que para qué.

El horizonte del joven es –salvo la excepción que confirma la regla –la ignorancia en materia de política, el conformismo en materia de moral, la cursilería en materia de arte. Nunca será un adulto. Desde la cuna a la tumba, pasando por las urnas electorales, siempre habrá otros dispuestos a ser adultos por él.


Castellanos, Rosario. “La edad de la razón: la vida comienza ¿cuándo?” (1º. de febrero de 1969) en Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos. Vol. II, México, CONACULTA, 2005